ENFRENTAR A LA CRIATURA
Durante los últimos veintinueve años, me he pasado la mayor parte del tiempo
escarbando sin descanso la tierra de las cuevas. No unas cuevas cualesquiera, no una tierra cualquiera, sino un suelo todavía habitado por la presencia del neandertal. Veintinueve años persiguiendo a la criatura, deslizándome en las estrechuras y las grietas donde vivió, comió, durmió y se cruzó con otros humanos: de los suyos pero también de los otros. Donde a veces murió. Y, sin embargo, después de pasarme veintinueve años con las manos metidas en esa tierra, en el barro de esas cuevas, sigo sin lograr discernir con claridad quién fue el neandertal. He extraído, analizado, tergiversado, creído entender muchas veces —sobre todo al principio—, hasta por fin darme cuenta de que aquello no encajaba. Y sí, así es, sobre todo al principio, porque cuando uno mira a la criatura desde lejos tiene esa engañosa sensación de evidencia, de que es fácil entenderla. El arqueólogo, como el antropólogo, debe esforzarse por ver de cerca y de lejos, tal como reza el título de Claude Lévi-Strauss. Pero ¿es legítimo acercarse al neandertal como antropólogo? Por oposición a quienes niegan que los «salvajes» sean humanos —y eso que no son más que Homo sapiens de culturas diferentes—, Rousseau se interrogaba sobre la humanidad de los grandes simios. Las fronteras de la humanidad siempre han sido inciertas, borrosas, y muchas sociedades consideran que los animales estarían al mismo nivel que los humanos, desplazando de este modo el centro de gravedad y situando al hombre como una parte dentro de un todo más amplio. Un todo inmensamente más sutil que el que podríamos percibir armados solo con nuestras construcciones sociales, las cuales sustraen al ser humano de su medio y lo aíslan de forma artificial. En ese laberinto, ¿dónde se sitúa el neandertal?
¿Quién acabará abriéndose paso en nuestro inconsciente: el hombre o la criatura?
Cientos de manuales te informarán de los rasgos evidentes de esta humanidad extinta: carencia de barbilla, frente huidiza, torus supraorbitario sobrevolando sus ojos, capacidad cerebral superior a la nuestra. Pequeño, fornido, robusto, excelente artesano, hace más de cuatrocientos milenios compartió con nosotros un antepasado común. Esos mismos manuales te descubrirán su notable musculatura y la mecánica de sus dedos, que induce un agarre un tanto diferente del nuestro. Te hablarán del inmenso territorio en que se desarrolló, desde las orillas del océano Atlántico hasta las inmediaciones del Altai —las vastas montañas que separan el oeste de Mongolia de las extensiones siberianas—. Y luego aludirán a la extinción más bien repentina de esta humanidad, hace unos entonces ese tal neandertal?
cuarenta mil años. En las últimas páginas de esos manuales, te enfrentarás a una serie de conclusiones que a menudo aluden a qué fue en realidad, pues resulta evidente que ni la forma de nuestro cráneo ni la curva de nuestro fémur ni la posición de nuestro pulgar han sido jamás los elementos que nos definen o no como seres humanos. Y cuando se aventuran más allá de la evidencia material de la morfología ósea, los últimos capítulos de los mejores manuales dudan, van a tientas, se enfrentan a la incertidumbre. En cuanto a las obras que se pretenden ajenas a la duda —alegando un conocimiento bien establecido de esa humanidad extinta—, quizá lo más prudente sea cerrarlas y reflexionar con calma.
En realidad, la naturaleza íntima de esa otra humanidad sigue estando por definir. La amplitud de esta duda nos sumerge en la indefinible naturaleza tanto del hombre como de las otras humanidades con las que, durante cierto tiempo, estuvimos compartiendo nuestro planeta.
Imagina que contemplas un vasto paisaje desde la cima de una montaña. De un solo vistazo, tienes la sensación de poder abarcar el territorio que se extiende ante tus ojos hasta el infinito. Pero desde esa altura, el paisaje no es más que una extensión de relieves lejanos, sublimes o pintorescos, cierto, pero que no te dirán nada de las personas que ocupan esos valles, de las callejuelas de unos pueblos en los que no distingues más que una masa arquitectónica, del sabor del pan de aquella pequeña panadería. Desde lo alto, uno ve hasta muy lejos, pero no se cruza con nadie. ¿Cómo vamos a captar el aroma que desprende aquel restaurante o el grano de la piedra en la pared de aquella iglesia? A medida que nos acercamos, empezamos a distinguir los laberintos de esos pequeños pueblos, las callejuelas por las que cien generaciones arrastraron sus zapatos y sus esperanzas.
Pero el retrato sigue siendo demasiado impresionista, al punto que puede afirmarse que a ese inmenso puzle de trescientos mil años de humanidades le faltan demasiadas piezas como para no suplir con la imaginación todos los vacíos que deja la realidad. Porque las cuentas no salen. La criatura se nos escapa.
Decididamente, el neandertal sigue siendo un enigma. Hoy en día hace falta haber metido muy poco las manos en aquellos barros, o haberlo hecho con un entusiasmo demasiado superficial, para estar convencido de lo contrario. Es divertido clasificar a los investigadores que hablan de la criatura en dos grandes categorías: los que están convencidos de saber quién fue, y los que la interrogan desde la duda. A juzgar por los titulares de las mayores publicaciones científicas, donde acaparan la mayor parte de la atención, la primera categoría parece bastante dominante. La segunda categoría es mucho más discreta, pues cuando alguien duda, suele permanecer largo tiempo apartado, en silencio. Por lo general, quienes llevan las uñas sucias de aquel barro son esos investigadores más reservados, pues no dejan de cavar y de interrogar los restos que la criatura dejó tras de sí. Pero ¿quién fue?
© Blog Colegio Medidos de Chile A.G. Todos los Derechos Reservados. Diseñado por Sitco Digital